En esta muerte tan diferente a las otras, con la profundidad ciega de mi vida envuelta en gritos he comprendido la aritmética del universo de mi locura. Una criatura hermosa, cuyo resplandor acepto, penetra plácidamente en mis entrañas, como un diluvio de fuego: fornicándome, inagotable, amante del placer solitario. Es el Ángel; un mostruo de dos caras tejidas en el orden de todas las cosas: una; el reflejo en el espejo, quizás la otra sea la mía. Y un alma herida que soporta todo el peso de lo infinito, donde ya no caben más espacios. Algunas veces me sorprende dormido, exhausto tras correr persiguiendo despojos que atentan contra mis sueños. Ofrezco entonces recompensa a otro matemático que resuelva mi comprensión de la locura, o me cante la nana del muerto.
Otro escarceo mío con la demencia que me miente y azora: un fantasma que no lo es. ¿Seré yo que me reclamo, muerto o vivo, edificado en un nuevo desvarío hirsuto, inocente y atormentado dentro de mis tinieblas? No. Veo luces más que sombras, y me esculpo yendo hacia entremedias de ambas, sin pasar tormento, incluso en travesía agradable, como desde la mar para llegar al océano, o desde el rocio del fondo del alma.
De dónde vendré mintiéndome así, diciéndome todas las verdades. Yo ya estaba aquí desde antes, hecho de piedra: los ojos de piedra, el cuerpo de piedra, el corazón de piedra, la piel de espinas y la vida en eterna espera. Y flores para agasajarme, mientras el viento sople y auyente a los pétalos de la soledad, tan solamente persistiendo hasta que llegue a donde estoy, venga yo de dónde venga.
Todo me supone un desvarío. Y estos esfuerzos por comprenderme, capotazos sin toro sin que nadie me desmienta. Y no cabe afirmar que es un sueño. Los ríos van a la mar/ayer se cayó una torre/triste herencia la nuestra/de ver pasar el tiempo, escribió un poeta. Yo mismo, tal vez. O unos ojos severos que van leyendo los enigmas que se esconden en las cicatrices de mi alma.
Me desnuda, en todo caso, tanta osadía.
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©Gallego Rey @mareaxenaterra.